El arte de la fuga
Por: Desiderio García Sepúlveda
Cuando el país se detiene…
La paralización nacional del pasado 24 de noviembre no fue un arrebato ni un chantaje político: fue un grito que el gobierno se niega a escuchar. Transportistas y campesinos frenaron al país exigiendo lo elemental —seguridad y condiciones mínimas para producir—, mientras desde Palacio se optó, otra vez, por culpar a quienes padecen la emergencia. La respuesta oficial confirma un patrón peligroso: cuando la realidad incomoda, se desacredita al mensajero en lugar de atender el mensaje.
Los datos son contundentes. Los manifestantes bloquearon rutas y aduanas en 25 estados por demandas tan legítimas como ignoradas: los camioneros denuncian robos, extorsiones y secuestros que vuelven cada trayecto un riesgo mortal, además de trámites que el propio gobierno retrasa o niega, desde placas hasta revisiones médicas. Los agricultores, por su parte, reclaman precios de garantía justos, apoyos al maíz, sorgo y frijol, y una banca de desarrollo que no los trate como un estorbo sino como base del país productivo. No exigen privilegios: piden sobrevivir.
Mientras tanto, desde la Ciudad de México se insiste en minimizar la protesta. La secretaria de Gobernación acusa “motivos políticos” y se justifica con mesas de diálogo que no han resuelto nada. Rosa Icela Rodríguez, en un tono más represor que conciliador, advierte que cerrar carreteras es delito y señala antecedentes de algunos líderes, como si eso invalidara los problemas que denuncian. Es una estrategia repetida de este gobierno: cuando faltan soluciones, sobran descalificaciones.
El trasfondo es aún más grave. El conflicto viene de meses atrás: en octubre, los agricultores bloquearon autopistas tras recibir ofertas insuficientes para el precio del maíz. Ante los constantes bloqueos la Cámara Nacional del Autotransporte de Carga (CANACAR) estimó por cada tráiler detenido un costo de más de medio millón de pesos, y advirtió que si los paros continúan costarán al país decenas de millones diarios, afectando directamente al consumidor con desabasto y aumento de precios.
La sordera gubernamental no desactiva el conflicto; lo profundiza. Esto no es una disputa partidista, sino una emergencia social y económica que exige acciones inmediatas: seguridad real en las carreteras, apoyos al campo y trámites que no se utilicen como castigo. Reconocer el problema no es ceder políticamente; es cumplir la función básica de un Estado que debería proteger a quienes mantienen al país en movimiento y alimentan su futuro.