El arte de la fuga

El arte de la fuga

Por Desiderio García Sepúlveda

 Corrupción de rutina.

—Mientras el gobierno presume cifras de sanciones, la impunidad sigue siendo la regla disfrazada de excepción—

 

En México, combatir la corrupción se ha convertido en una rutina. No pasa semana sin que algún funcionario anuncie sanciones, inhabilitaciones o investigaciones “a fondo”. Sin embargo, lo que ha demostrado el discurso oficial a todos los niveles es que castigar no equivale a corregir, y mucho menos a transformar.

Esta semana, el gobierno de Tamaulipas inhabilitó a 40 funcionarios por no declarar su patrimonio. La cifra puede parecer significativa, pero en un estado donde más de 10 mil servidores públicos han omitido esta obligación, el anuncio suena más a un simulacro que a una verdadera limpieza. En una entidad marcada por décadas de corrupción sistémica, crimen político y desvíos de alto nivel, ocultar bienes parece el menor de los pecados. Aun así, ni siquiera eso se corrige con rigor.

A nivel nacional, durante el sexenio anterior, 15,461 funcionarios fueron sancionados por irregularidades en su función. Más de cinco mil de ellos terminaron inhabilitados. Esta cifra impresiona, hasta que uno se plantea las preguntas evidentes: ¿cuántos están presos?, ¿cuántos enfrentan procesos penales? y ¿cuántos devolvieron lo robado? La respuesta es el silencio. No hay grandes nombres en la lista. No existe ningún escándalo que haya resultado en justicia ejemplar. El castigo sigue siendo, en la mayoría de los casos, un trámite más para el archivo.

La actual presidenta, Claudia Sheinbaum, ha reiterado su compromiso de “cero tolerancia” a la corrupción. Lo dijo con firmeza tras el escándalo del funcionario de la Semarnat, Martín Borrego Llorente, quien convirtió el Museo Nacional de Arte en salón de fiestas. La presión pública fue tal que el funcionario terminó por renunciar. A este caso se sumó el de la empresa estatal Laboratorios de Biológicos y Reactivos de México mejor conocida como Birmex. Tras detectar a través de una investigación la colusión y sobrecostos en la adquisición de medicamentos, el Gobierno Federal destituyó a varios funcionarios y anuló una licitación millonaria.

Sin embargo, recientemente se ha destapado una cloaca aún más profunda en Tabasco, salpicando directamente a las filas de Morena. En el centro del escándalo se encuentra el líder de la bancada guinda en el Senado, Adán Augusto López Hernández, hombre de confianza del expresidente López Obrador. Durante su gestión como gobernador de Tabasco, se le acusa de haber designado a Hernán Bermúdez Requena como secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, quien presuntamente era el líder del grupo criminal conocido como La Barredora. Actualmente, Bermúdez Requena está siendo buscado por el Gobierno Mexicano y por la Interpol para que responda ante la justicia sobre estas acusaciones.

Por su parte, el Gobierno Federal ha cerrado filas en torno al senador morenista, quien ha sostenido su total desconocimiento de los vínculos de su secretario de Seguridad con el crimen organizado. Todo parece indicar que, como muchas otras investigaciones prometidas, esta también amenaza con diluirse entre oficios internos y sanciones menores.

El problema no es de leyes. México cuenta con una arquitectura legal e institucional compleja para combatir la corrupción. El problema es que esa maquinaria rara vez se activa con independencia, contundencia y consistencia. Las inhabilitaciones solo son útiles si van acompañadas de acciones penales cuando corresponde. De lo contrario, solo generan la falsa sensación de que algo se está haciendo.

Mientras los gobiernos alardean de cifras, la corrupción real —la que vacía presupuestos, paraliza obras, destruye servicios y erosiona la confianza ciudadana— sigue operando como siempre: en las sombras, con complicidades en los niveles más altos y consecuencias mínimas para los culpables.

La honestidad no se mide en boletines ni en conferencias de prensa. Se mide en resultados tangibles, en justicia visible y en un aparato público que deje de tolerar la simulación como política de Estado. Mientras el castigo siga siendo la excepción y la impunidad la norma, no estamos ante una purga ética, sino ante otra escenografía más del viejo ritual político mexicano.

Y el costo de esa simulación lo seguimos pagando todos.

 

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