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El arte de la fuga

Desiderio García Sepúlveda

El amparo: el último candado de la democracia mexicana

Con la reforma a la Ley de Amparo, el gobierno ha dado un paso decisivo hacia el control total del sistema de justicia. Lo que durante más de siglo y medio fue el último refugio del ciudadano frente al abuso del poder se ha convertido en una simulación. Donde antes había jueces capaces de detener los excesos de la autoridad, ahora habrá funcionarios alineados al régimen.

La modificación aprobada por la mayoría oficialista en el Congreso no sólo altera procedimientos; trastoca principios. Limita las suspensiones provisionales, el corazón del amparo: esas medidas que impedían que una autoridad ejecutara un acto ilegal mientras un juez resolvía el fondo del asunto. Sin ellas, el amparo pierde sentido: el daño se consuma antes del juicio. Pensemos en quien enfrenta prisión preventiva oficiosa o el congelamiento de sus cuentas bancarias; antes podía defenderse en libertad, hoy quedará a merced de la sospecha oficial.

El gobierno sostiene que busca frenar “abusos” y dar eficacia a sus políticas públicas. En realidad, consolida una estructura jurídica que protege al poder, no al ciudadano. Organizaciones civiles como el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, el Centro Mexicano de Derecho Ambiental y Artículo 19 han advertido que la reforma debilita la defensa de derechos humanos, medioambientales y de libertad de expresión. Coinciden con ellos exministros como José Ramón Cossío y Javier Lainez Potisek, quienes alertan que el país retrocede 170 años en la protección de los derechos.

Uno de los cambios más graves está en la figura del interés legítimo. Ahora, quien busque amparo deberá demostrar una “lesión jurídica real, actual y diferenciada del resto de la ciudadanía”, lo que excluye a colectivos como pueblos indígenas, consumidores, defensores ambientales y comunidades LGBT que históricamente acudían a la justicia federal en defensa del bien común. En términos prácticos, es una vuelta al siglo XIX: sólo quien puede probar un daño directo podrá reclamar, aunque el daño afecte a todos.

La reforma también abre la puerta al abuso institucional. Con la nueva redacción, basta que la autoridad invoque el “interés social” o las “disposiciones de orden público” para impedir que un juez otorgue suspensión. Así, el Estado puede justificar cualquier exceso bajo el pretexto del bien común. Es lo contrario del “principio de inocencia”: el ciudadano debe probar su inocencia, mientras el gobierno no necesita justificar su abuso.

Nada de esto es casual. Forma parte de una secuencia: el debilitamiento del INE, la captura del Poder Judicial y la eliminación de contrapesos. El amparo era el último candado del sistema republicano, y lo han forzado. El país asiste a un proceso de concentración de poder que se replica en varias democracias fatigadas de la región: gobiernos que invocan al “pueblo” para desmantelar las instituciones que deberían protegerlo.

La historia enseña que cuando el derecho se somete al poder, la justicia se busca en la calle. El gobierno puede celebrar su victoria legislativa, pero lo que realmente ha firmado es el acta de defunción del Estado de Derecho Mexicano.

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